sábado, 17 de julio de 2010

MIS PRIMEROS CUENTOS


Yo amaba los cuentos y era como el patito feo de mi familia, donde los libros bíblicos eran de cabecera. En casa nadie me los contaba, antes de dormir no había hadas madrinas ni príncipes. Por eso, mi primer libro favorito fue la Biblia y luego mis historia bíblicas de los Testigos de Jehová, libro que lo leí miles de veces en competencia con mi hermano Marcos. Pero, los cuentos, esos del Patito Feo y La bella durmiente, esos los leí recién el colegio, en pequeños librillos vendidos en los pisos en las afueras del arenoso barrio donde vivía.

Era feliz, muy feliz, con Caperucita Roja y Cenicienta. Siempre quise ser como Caperucita, vivir rodeado de verde y ganarle al lobo feroz. No soñaba con ser Cenicienta, ni Blanca Nieves. Sólo quería ser como el Gato con botas, cuya astucia e inteligencia admiraba. Mi personaje favorito también fue el patito feo, mi héroe, quien triste y solo se enfrentó a un mundo que lo menospreciaba sólo por ser diferente.

Amaba, también, a Pinocho. Y no lo amaba por mentiroso, lo quería por tierno, porque al final abrazó y lloró con su padre, ya arrepentido de ser humano pecador. Porque a pesar de haber sido de madera, fue tan pecador y desobediente como los humanos. Pinocho, fue para la niña de 10 años que era en ese entonces, mi primer contacto con lo prohibido, con lo desconocido, con el pecado. Porque Pinocho era un niño tan travieso, como yo. Yo amaba a mis padres, pero también amaba la aventura, la calle, conversar con desconocidos, preguntar, perder tiempo en las largas colas para comprar pan, leche y kerosene comunes e insufribles en el primer gobierno de Alan García .

No era mentirosa aún, pero si no hubiera leído ese cuento y aprendido de las consecuencias que trae la mentira, quizás sería una audaz mentirosa. Además, en casa la mentira estaba prohibida. Mis padres, estudiantes de la Biblia con los Testigos de Jehová, eran intolerantes a la mentira, al robo y a la envidia. La envidia estaba vedada porque mi madre era una convencida de que era un pecado contra nosotros mismos. Nos inculcaba, con golpes en el pecho, que no envidiáramos. Así que desde pequeña miré con admiración cómo mis mejores amigas eran talentosas jugadoras de vóley; cómo mis compañeras de colegio llevaban mejor lonchera que yo y cómo mis hermanos jugaban fútbol, sólo los dos, porque yo era mujer y las mujeres juegan con muñecas.

Pero, sabía que también era muy feliz con mis amigos de barrio, jugando a los juegos que hoy han sido reemplazados por los tecnológicos. Aunque no era buena en el vóley, siempre estaba presente en todos los encuentros barriales: en los juegos como las chapadas, bata, liguita, las escondidas también era una asidua concursante, claro, siempre sin suerte para ganar, debido a que mi talento no estaba en las habilidades físicas; aunque ganas me sobraban.

Yo era muy querida por mis compañeras, pero no era popular. Era sólo la típica chacona que coleccionaba cuentitos, con la misma devoción con que mis compañeros compraban sus figuritas y también era la más querida en la semana de exámenes, porque gracias a mi madre, tampoco era egoísta y “soplaba”, las respuestas a cuantos compañeros me lo solicitaban.


Pd. En la foto, mi hermano, cuyo talento para el canto y su buen humor admiro. Y mi querida sobrina Ruth, quien ama los cuentos tanto como yo a su edad.